Esta obra de Jean-Jacques Rousseau es el resultado final de un proyecto
iniciado en 1743, cuando era secretario del embajador en Venecia; lo que había
de ser un amplio volumen sobre las instituciones políticas acabó convirtiéndose
en un extracto que el autor tituló El contrato social o principios de
derecho político (1762). De ahí la advertencia inicial: “Este pequeño
tratado se ha extraído de una obra más extensa, iniciada sin haber consultado
mis fuerzas y abandonada después de algún tiempo. De los diversos fragmentos
que podían extraerse de ella, éste es el más considerable, y lo que me ha
parecido menos indigno de ser ofrecido al público. El resto ha desaparecido”.
En su Discurso sobre las ciencias y las artes (1750),
premiado por la Academia de Dijon, Rousseau había afirmado el carácter
irreconciliable de naturaleza y cultura (ciencias y letras no han promovido las
luces de la humanidad, sino que la han envilecido, oprimiendo más sus cadenas);
luego, en el Discurso sobre el origen y los fundamentos de
la desigualdad entre los hombres (1754), estableció el carácter dañino de la sociedad, su
intrínseca corrupción, al estar basada en la negación de la naturaleza.
Jean-Jacques Rousseau
Si la sociedad es intrínsecamente mala, se pregunta ahora Rousseau, por
fundarse en la desigualdad y haber alejado al hombre del estado de naturaleza
(estado primigenio en que el ser humano no vive escindido entre el hecho y el
derecho, sino en armonía con su bondad original), ¿puede este hombre ya
corrompido por la sociedad construir una nueva sociedad justa? La respuesta de
Rousseau es afirmativa, porque el mal no está en el hombre sino en su relación
con la sociedad. La perversión se ha producido por el mal gobierno y es el
“corazón del hombre” quien puede cambiar la situación.
En El contrato social, Rousseau establece la posibilidad de
una reconciliación entre la naturaleza y la cultura: el hombre puede vivir en
libertad en una sociedad verdaderamente igualitaria. El problema fundamental es
“Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con toda la fuerza
común proporcionada por la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual
cada uno, uniéndose a todos los demás, no se obedezca más que a sí mismo, y
permanezca, por tanto, tan libre como antes”.
La solución reside, según Rousseau, en un contrato social basado en la
enajenación de todas las voluntades, de forma que cada uno recupere finalmente
todo lo que ha cedido a la comunidad. De este modo, dándose cada individuo a
todos, no se da a nadie, y no hay ningún miembro de la sociedad sobre el que no
se adquiera el mismo derecho que se cede. Se gana en equivalencia lo mismo que
se pierde, adquiriendo mayor fuerza para conservar aquello que cada cual posee.
El contrato será, pues, expresión de la voluntad general. La
voluntad general es distinta de la simple voluntad de todos porque no es una
mera totalización numéricamente mayoritaria de las voluntades particulares y
egoístas, cuya resultante es siempre el puro interés privado. La voluntad
general, en cambio, es siempre justa y mira por el interés común, por el
interés social de la comunidad, por la utilidad pública. De esa voluntad
general emana la única y legítima autoridad del Estado.
A diferencia de toda monarquía absoluta, o de toda forma de poder
autocrático, con el ejercicio de la voluntad general la soberanía residirá en
el pueblo. Esta soberanía es, por tanto, absoluta, dado que no depende de
ninguna otra autoridad política, no estando limitada nada más que por sí misma;
es inalienable, dado que la ciudadanía atentaría contra su propia condición si
renunciara a lo que es expresión de su propio poder; y, finalmente, es
indivisible, ya que pertenece a toda la comunidad, al todo social, y no a un
grupo social ni a un estamento privilegiado.
El pueblo, partícipe de la soberanía, es también al mismo tiempo
súbdito, y debe someterse a las leyes del Estado que el mismo pueblo, en el
ejercicio de su libertad, se ha dado. Se concilian así libertad y obediencia
mediante la ley, que no es sino concreción de la voluntad general y alma del
cuerpo político del Estado. La cuestión de quién dicta las leyes la resuelve
Rousseau con la figura del legislador, que será “el mecánico que inventa la
máquina”.
Los principios hasta aquí expuestos constituyen las ideas básicas de los
dos primeros libros de El contrato social. Parten de una situación
histórica y sirven para diseñar la hipótesis jurídica del tránsito del estado
natural al estado civil, de forma tal que el hombre pierde su libertad natural
pero gana la libertad civil, circunscrita a la voluntad general, y su igualdad
natural no queda destruida por una sociedad que le es impuesta, sino que es
reemplazada por la igualdad moral.
En los dos últimos libros, Rousseau trata del gobierno, al que define
como un “cuerpo intermediario establecido entre súbditos y el soberano para su
mutua comunicación, a quien corresponde la ejecución de las leyes y el
mantenimiento de la libertad tanto civil como política”. Su poder ejecutivo es
delegado por el único soberano, el pueblo, y sus miembros podrán ser
destituidos por ese mismo sujeto.
Rousseau parece preferir la democracia como forma de gobierno,
considerando conveniente su aplicación, especialmente para los pequeños
estados. De hecho, la constitución de un estado como el postulado por Rousseau
se parece a la democracia ginebrina de su época, en la que las leyes eran
propuestas al pueblo soberano por un número limitado de magistrados. Pero
Rousseau sostiene también un cierto relativismo que le hace considerar que no
existe una forma de gobierno apta para todos los países, si bien, en todo caso,
cualquier forma de gobierno debe ser expresión de la voluntad general de la
ciudadanía para ser legítima.
Finalmente, Rousseau considera las condiciones del sufragio y las
elecciones; propone la antigua Roma como modelo para impedir las
transgresiones, y termina con la necesidad de fundar una religión civil, entre
cuyos dogmas positivos figurarán la santidad del contrato social y las leyes
establecidas como expresión de la voluntad general. Esta religión civil tendría
un único dogma negativo: la intolerancia.
Las teorías contenidas en El contrato social ejercieron
una acción decisiva en la evolución del pensamiento político y moral del mundo
moderno; influyeron sobre numerosos pensadores (como Kant y Fichte) y en la
misma Revolución francesa de 1789, que adoptó un lema de inspiración
rousseauniana (“Igualdad, Libertad, Fraternidad”) y que intentó, en varias
ocasiones, especialmente en la constitución de 1793, seguir las líneas
esenciales de la doctrina jurídica del contrato social. La Declaración de los
Derechos del Hombre hallaría también en sus ideas una de sus fuentes de
inspiración.
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